martes, 29 de septiembre de 2009

Derecha, Mercado y Estado

En América Latina, en general, y Chile, en particular, las derechas han jugado un rol protagónico en los destinos de nuestras sociedades. No debemos olvidar que los procesos independentistas son, en gran parte, tributarios ideológicamente de los grupos que hoy denominaríamos de derecha. De ahí, que no es menor adjudicarles un sitio en el análisis del desarrollo de nuestros Estados.
Entonces, ¿qué es la “derecha”? En general, la derecha es un término un tanto más difícil de precisar que el de la “izquierda”, que generalmente se organiza sobre la base de principios explícitos. Algunos han calificado la derecha sólo como “una variedad de respuestas a la izquierda”. Pero, no creo que ello ayude demasiado a identificar a este sector. Más bien, la derecha se estructura en rechazo a tendencias políticas igualitarias y liberadoras de un momento determinado, y a factores que, a su juicio, socavan el orden social y económico. Manifiesta un temor a que estos impulsos niveladores y aquellos ideales revolucionarios puedan debilitar algunos de sus más preciados tesoros sociales, a saber: el respeto por la autoridad, la propiedad privada, las tradiciones, la idea de familia, el territorio y la nación.
Los estudiosos de las derechas latinoamericanas, han descubierto la existencia del al menos dos tipos: a) la vieja derecha finisecular, que aceptaba el gobierno representativo y otros principios liberales; b) la nueva derecha, más autoritaria y antiliberal que su predecesora, se consolidó en América Latina después de la Primera Guerra Mundial. Ésta se caracterizó por despreciar la política electoral. Al respecto, creo que es necesario consignar que es más preciso para el estudio de la derecha, hablar de derechas, ya que este término da cuenta de que las derechas no son un conjunto único, no diferenciado.
Durante el siglo XIX, la oligarquía liberal que dirigían los destinos de Chile (que luego conformarán lo que políticamente conocemos como derecha), consideraban que el Estado debía proteger la vida, la propiedad y las fronteras. De lo demás de la vida nacional, se encargaba el sector mercantil, minero y terrateniente. Esta situación fue variando hacia la década de 1930, cuando luego de un arduo debate parlamentario y de algunos sucesos nefastos, como el terremoto de 1939 en el sur de Chile, la clase política asume el control del Estado y lo transforma en el impulsor del sistema económico. La antigua oligarquía (de derecha) entonces, representada por la SOFOFA (Sociedad de Fomento Fabril) y la SNA (Sociedad Nacional de Agricultura), fueron incapaces de ejercer el liderazgo económico. De esta manera comienza una cierta tradición estatista que por una especie de “contagio cultural e ideológico”, ha sido transversal a la población en general. No olvidemos que cada vez que hay un problema en transporte, salud, educación, etc. Se esgrime la necesidad que exista una empresa estatal de transporte, que la salud sea estatal (y no privada), y que la educación vuelva al Estado. Si hasta cuando fue el episodio de la colusión de farmacias se habló de una farmacia estatal. Pareciera que el Estado panacea resolverá los problemas de la comunidad.
Las Fuerzas armadas también han tenido una tradición estatista. Hasta que llegó el 11 de septiembre de 1973, cuando Augusto Pinochet se inclinó -no sin oposición- por el neoliberalismo. La década de los 70 vio nacer a nivel global un nuevo tipo de sistema económico: el capitalismo global; el cual, junto al avance tecnológico, constituyeron los pilares de lo que hoy denominamos “globalización”. El mundo cambio, y por ende, las relaciones sociales y económicas. A comienzos de los 80’s el neoliberalismo imperante requiere dos condiciones para desarrollarse: a) la jibarización del Estado y b) la privatización de las empresas. Al parecer esta receta funcionó, no sin costos sociales inmensos. No lo sabremos los chilenos que padecimos la recesión de la década de los ochenta. El “pateando piedras” de los prisioneros cobraba sentido.
La derecha, incondicional a la adopción de dicho modelo, se entregó a los brazos seductores del mercado. Después de todo había sido esta estrategia de desarrollo la que les había dado pingües beneficios y proporcionado estabilidad al gobierno, por supuesto protegiendo la empresa, sincerando las finanzas y fragmentando el tejido social. Todo iba bien en su modelo, claro que reconociendo las crisis periódicas y las desigualdades sociales (que, por lo demás, es colateral al capitalismo). Así llegó la crisis de 2008. Ella remeció el sistema capitalista global. Donde incluso personalidades como Alan Greenspan, gurú del neoliberalismo, admitió que el libre juego del mercado no era suficiente para dar bienestar y desarrollo y, a nuestro entender, gobernabilidad a los Estados.
De ahí que en el debate presidencial, Jorge Arrate, candidato de la izquierda, pudo proclamar los vicios del mercado y su tradición allendista, y nadie lo cuestionó. De ahí que, el candidato de la derecha –Sebastián Piñera- propuso lo que habría sido anatema hace unos pocos años atrás, una especie de “Sernac” para los bancos (¡!?), y hasta el mismo Eduardo Frei, quien ha sido el presidente más privatizador de los gobiernos de la Concertación sostuvo la idea de “más Estado y menos Mercado”. Marco Enríquez-Ominami, se sumó a esta crítica hacia el mercado, aunque se considere un liberal progresista.
¿Populismo? ¿Discursos engañosos que buscan atraer al electorado seduciéndolo con lo que éste quiere escuchar, pero que a la hora de gobernar no aplicarán? O ¿En verdad la derecha está convencida que el Estado y no el Mercado es la estrategia de desarrollo que debe aplicarse en Chile?, como dice un querido amigo, “juzgue usted señor lector”.
Recientemente, Andrés Benitez, Rector de la Universidad Adolfo Ibañez, escribió un artículo titulado "Son tan malas las ideas de la derecha", que polemiza en torno a la actitud de Piñera en el debate presidencial. Lo dejo con ustedes para su opinión.

martes, 15 de septiembre de 2009

Preferencias del electorado chileno: género, clase y edad

El sábado 12 de septiembre salió publicado en “La Tercera” un artículo del cientista político Patricio Navia, indicando la intención de voto del electorado chileno. Navia hace un análisis de las microtendencias de las preferencias de los encuestados (1.505 personas), dando cuenta de algunas claves que podrían definir las elecciones presidenciales. El análisis contempla diversas variables en esta “variopinta nación que es Chile”, según sus propias palabras. Y tiene razón. ¡Como no reconocer que la sociedad chilena es tremendamente variada! No quiero comenzar a enumerar, pues sería tremendamente latoso, las diferencias que existen no sólo en la cultura, sino también hasta en los hábitats que nos movemos. A pesar de ello, nuestra sociedad desde mucho tiempo, ha creado una ficción llamada “homogeneidad”. Baste recordar la propaganda del Estado chileno ante el posible plebiscito que debía llevarse a cabo entre la población de Tacna y Arica a comienzos del siglo XX. En aquel momento, el gobierno chileno pretendía ganar la aprobación de la población enfatizando dos aspectos: a) el progreso económico y b) la unidad racial de la población al sur de Arica. Ello era una ficción, pero aceptada hasta el día de hoy. Si nos creemos europeos! Este afán de ser distintos racial y culturalmente a los peruanos y bolivianos –y, de paso, tener un cierto complejo de inferioridad con los argentinos, que se creen “más” europeos que todos en América latina-, explica que siempre estemos mirando al otro lado de la cordillera, y luego del Atlántico.
El aspecto racial está ligado en nuestra sociedad a la imagen de la clase. Es decir, mientras más rasgos y ascendencia “europea” –continente donde, por lo demás, tampoco hay unidad racial-, mayor es el estatus social que se ostenta. Siguiendo con los “eslabones” que configuran nuestra sociedad chilena, al aspecto racial y de clase se suma la preferencia política. O sea, ser de clase alta (hoy llamado ABC1), es sinónimo de ser de derecha política y económica. Alguien podría acusar esta afirmación de simplista y reduccionista, con justa razón. Evidentemente, estoy generalizando, indicando tendencias, pero que no creo que estén muy ajenas a lo que ocurre en la sociedad. Entonces aquí la “sospecha” se activa. ¿Qué explica que un sector de la sociedad se identifique con un tipo racial y con una visión de la política? Insisto, hay matices, pero ya dejemos el cliché de los matices a un lado, pues resultan majaderos a la hora de hacer análisis globales. Una de las explicaciones que propongo es la elaboración y propagación de efectivos discursos uniformistas. Aquí es donde nuestra “variopinta nación chilena” no se nos presenta tan variopinta, sino más bien segmentada, fraccionada y clasificada.
Las estrategias de estos discursos uniformistas no son necesariamente homogeneizantes sino que, en este aspecto, más bien son fraccionadores. La idea de quienes los pronuncian es provocar la ruptura de la “unidad general” –basada en discursos hegemónicos-, para establecer otras unidades menores, no menos discursivas que lo anterior.
Lo que acabo de sintetizar, casi groseramente, permitiría explicar lo que Navia ha descrito en su artículo. Fíjense bien en los gráficos y se darán cuenta que las clases acomodadas votan mayoritariamente por el representante de la derecha. En tanto, el representante de la Concertación recibe más apoyo en los sectores más desposeídos, en especial entre las mujeres. Por último, quiero dar cuenta de otro discurso fraccionador: la edad. Enríquez-Ominami ha apuntado a este sector etario, subrayando la renovación, la participación y el cambio como ideas anclas. ¿Acaso las personas de más edad no son capaces de realizar estas tareas también? ¿Sólo los “jóvenes” tienen capacidad de crítica y de buenas ideas? Otra ficción. ¿Qué paradójico no? Pues mientras se siguen enfatizando –y utilizando- discursos fraccionadores para conseguir apoyos, intentando legitimar posiciones de poder, todos hablan de la diversidad como un valor y una realidad que expresa lo variopinta de “esta nación que es Chile”.